miércoles, 7 de agosto de 2013

que mal nos va / que bien nos viene




Ayer teníamos una conversación sobre cómo se va perdiendo la felicidad a medida que sos conciente y que te hacés preguntas sobre la vida. Me pareció una reverenda pelotudez para sostener el existencialismo. Para
llamar la atención desde lo jodidos que estamos, lo sufrientes que somos. Eso debería haber quedado obsoleto hace rato. Pero la verdad es que la gran mayoría de los mortales se siente importante y cree llamar
la atención si tiene una desdicha que pavonear.
La conversación escondía el sentido-verdadabsoluta de que lo que había para descubrir tras la toma de conciencia, era que el mundo es horrible. Me pregunto si todos creen realmente que las cosas que nos
hacen felices son paliativos. Me voy a hacer un rico desayuno para no pensar desde temprano que este mundo es una mierda. Me voy a tirar el ropero encima para que venga un tipo, me halague de algún modo, aunque
sea grotesco y burdo, y me distraiga de pensar que sigo parada sobre esta tierra, en este mundo del horror.
Por qué no una sucesión de suicidios en masa entonces? Pues primero porque la mayoría de nosotros no alcanza la verdadera conciencia – es la idiotez que creen los que son capaces de mantener esta conversación
alguna vez en sus vidas, sintiendo tal vez que son pertenecientes a alguna índole superior de seres humanos -. Segundo, pero no menos importante, porque somos una manga de cagones. Preferimos vivir viendo cómo nos engañamos a nosotros mismos día tras día, antes de asumir que nuestra existencia tiene menos relevancia que la de un grano de arena en el medio del océano.
Uf, aburrido.

Por un momento me imaginé a todos los integrantes de esa mesa leyendo libros de autoayuda, buscando convencerse de que cada bocanada de aire que ingresa a sus pulmones no es un insulto o un desperdicio.
Es real que quienes tienen algún tipo de creencia o fe religiosa, tienen quizá otras herramientas para afrontar la realidad. Los religiosos están como dopados. Esto se debe básicamente que tienen la confianza depositada en que existe un ente al que pueden echarle todas las culpas, por lo bueno y por lo malo de este mundo. Sea Dios, Alah, la suerte, la energía, Gilda o cómo se llame, ese espíritu representa la posibilidad de no hacerse cargo de lo bueno y quedar como engreídos, ni de lo malo y quedar como fracasados. En fin.

Todos tuvimos algún momento místico me dice una de mis compañeras de facultad de hace años, de la que nunca fui amiga. En ese instante me censuro de admitir que hice dos años de catequesis por la fiesta y
para saber qué gusto tenía la ostia y después odié a mi hermana que no necesitó caretearla con la catequesis porque la fonoaudióloga le daba ejercicios donde tenía que despegar una ostia del paladar con la lengua para dejar de pronunciar la R como D. La religión me sirvió las noches que me quedaba a dormir en lo de mi abuela y rezábamos juntas porque era un acto compartido, como un secreto. El resto de las noches, sola en mi cama nunca terminaba el padre nuestro, siempre me dormía antes. También me sirvió cuando no entendí la muerte de mi abuelo y creí que cruzando las manos y pensando que lo extrañaba, le estaba mandando una especie de carta telepática para que sepa que lo pensaba y que lo había querido, aunque nunca se lo dije en palabras.
Porque si bien la religión te da algunas herramientas, también te siembra la culpa como un virus. La
religión vive de la imposibilidad de sobreponerse al pretérito pluscuamperfecto. Todo lo que habría podido ser de otra manera y no fue porque vos fuiste un idiota, un inútil o un insensible en ese momento. Entonces ese cacho de pasado está ahí, qué le vamos a hacer más que darnos con la fusta del falso arrepentimiento.